Los videojuegos muestran evidentes limitaciones en el área psicomotriz debido a que todo se controla mediante un stick analógico o una pantalla táctil; tampoco fomentan en líneas generales la imaginación, al fin y al cabo suelen ofrecer una experiencia mucho más dirigida, rígida y prediseñada que por ejemplo, un set de piezas de LEGO; y por supuesto, tampoco fomentan las interacciones sociales en los niños más pequeños dado que las posibilidades que ofrece el juego online en este sentido, suelen presentarse en juegos pensados para usuarios de edad más avanzada.
Aun así, hay que tener en cuenta que la propuesta es tan amplia, que generalizar en exceso puede provocar conclusiones precipitadas. A día de hoy se pueden encontrar videojuegos basados en ciertas mecánicas tradicionales, véase si no el popular juego de construcción Minecraft, donde las limitaciones como la de “no fomentar la imaginación” se diluyen hasta equipararse a juguetes físicos con el mismo propósito, por lo que utilizarlos como forma de ocio complementaria, no justifica que se los pueda etiquetar a la ligera como una actividad potencialmente dañina.
Pero ¿resulta suficiente este mayor atractivo de los videojuegos respecto a los juguetes tradicionales para explicar su capacidad para que un niño desarrolle un proceso de dependencia? Desde luego que no.
fuente: ElDiario.es